Hay libros que no se leen. Se cruzan. Se atraviesan. Te miran mientras tú los miras. Y uno de ellos -quizá el más incómodo, el más honesto en su oscuridad- es el Diccionario Infernal de Jacques Collin de Plancy.
Lo tengo delante mientras escribo estas líneas, y todavía hoy, dos siglos después de su publicación, mantiene ese magnetismo extraño de las obras que nacieron para incomodar. No es un libro “diabólico”, ni un manual para magos, ni un panfleto religioso. Es algo más profundo: un espejo del miedo humano, una enciclopedia de todo aquello que Europa prefirió barrer bajo la alfombra.
Y quizá por eso mismo sigue vivo.
Un erudito, no un hechicero

En 1818, Plancy decidió reunir todas las supersticiones, leyendas, demonios y fenómenos inexplicables de su tiempo. Y lo hizo sin histerias, sin exaltación mística, sin fanatismo. Ese es el detalle que suele olvidarse. Plancy era un racionalista curioso que a veces coqueteaba con el escepticismo… y otras veces con lo prohibido.
El resultado fue un libro que creció edición tras edición hasta convertirse en una obra monumental: más de mil entradas que diseccionan lo oculto con la precisión de un naturalista describiendo insectos exóticos.
El Infierno como un gobierno, no como un caos

Lo más fascinante del Diccionario Infernal es la manera en que Plancy organiza el Averno. Nada de fuegos caóticos ni torturas desatadas. Lo suyo recuerda más a la estructura de un Estado en la sombra: Lucifer como emperador caído; Belcebú en su rol de señor de la corrupción; Astaroth actuando como duque de los secretos; y una larga jerarquía compuesta por reyes, príncipes, marqueses, condes, caballeros y hasta “presidentes infernales”. Cada uno tiene su carácter, su especialidad y sus responsabilidades dentro de ese universo de sombras perfectamente ordenado.
La burocracia del mal nunca sonó tan real.
Demonios con rostro, nombre… y biografía
En 1863, el Diccionario se amplió con las ilustraciones de Louis Le Breton. Grabados que hoy circulan por internet de forma casi anónima, sin que muchos sepan que su origen está aquí.
Ahí están:
- Buer, esa rueda viviente llena de patas.
- Bael, con su rostro dividido entre humano, gato y sapo.
- Asmodeo, asociado a la lujuria y la tentación.
- Amon, mitad lobo, mitad serpiente.
Plancy describe sus apariciones, sus poderes, cuántas legiones comandan y qué peligros representan .
Es una catalogación casi quirúrgica, obsesiva, como si registrar los detalles del mal fuese la forma humana de hacerlo menos insondable.
Los seres que no vienen del Infierno
Aquí es donde el libro se vuelve más amplio y más honesto. El Diccionario Infernal no es solo demonología. También es una exploración del folklore elemental. Plancy habla de los gnomos como guardianes de las profundidades y de los minerales; describe a las sílfides como criaturas del aire asociadas a la inspiración y a la música; presenta a las ondinas como espíritus del agua vinculados al deseo y la belleza; y retrata a las salamandras como entidades de fuego relacionadas con la transformación, la furia y la purificación.
Es un desfile completo de seres que viven entre mitología y naturaleza.
Brujas, rituales y magia sin sensacionalismo

Europa persiguió a las brujas durante siglos, pero Plancy les ofrece un tratamiento sorprendentemente humano, casi antropológico. Explica que existía una magia natural —centrada en hierbas, estrellas y elementos— junto a una magia ceremonial basada en círculos de invocación, símbolos antiguos y cabalística; y una magia negra que se asociaba al pacto, la dominación y la manipulación de lo invisible. Además describe cómo se preparaban talismanes, cómo se practicaban exorcismos, qué significaban los pentáculos o qué noches se consideraban “puertas”, y detalla aquelarres, fórmulas prohibidas, hierbas malditas e incluso accidentes sobrenaturales que, según los testimonios de la época, terminaban mal para quien los intentaba.
Fenómenos extraños que no necesitan demonios
La parte más amplia del Diccionario —y también la más reveladora— no trata de demonios en absoluto. Plancy recoge relatos de lluvias de sangre observadas por pueblos enteros, cometas que fueron interpretados como avisos del cielo, casas donde los objetos se movían solos, estatuas que lloraban, voces que surgían de tumbas vacías, multitudes que entraban en trance sin explicación o personas que, de repente, hablaban lenguas que nunca habían aprendido. No los valida, pero tampoco los ridiculiza; los trata como un archivo del misterio humano, como si hubiera entendido que estos fenómenos dicen más de nuestras ansiedades que de lo sobrenatural en sí mismo.
Herejías, sociedades secretas y un nombre que incomoda: Baphomet
Otra joya del Diccionario es su repaso a movimientos espirituales perseguidos: cátaros, gnósticos, templarios, rosacruces, hermetistas, alquimistas del Renacimiento… todos observados con la misma mezcla de curiosidad y respeto distante. Y por supuesto, aparece Baphomet, la figura supuestamente adorada por los templarios, símbolo de conocimiento prohibido y objeto de mitos interminables. Plancy no la sataniza: la estudia.
¿Por qué sigue siendo importante hoy?
Porque es una radiografía del alma humana. Plancy no quería que creyéramos en demonios. Quería que entendiéramos por qué los inventamos.
El Diccionario Infernal no es una obra sobre el mal, sino sobre la necesidad humana de poner nombre a lo que teme. Y por eso —dos siglos más tarde— sigue inquietando, sigue fascinando y sigue siendo una de las obras más valiosas para cualquiera que quiera comprender el lado oscuro de nuestras creencias. Una puerta abierta a las sombras.
Y una invitación a mirarnos en ellas sin pestañear.
Aviso:
La imagen utilizada como destacada para esta publicación, ha sido generada o modificada mediante inteligencia artificial con fines ilustrativos. No representa necesariamente hechos, lugares o personas reales.



















