Transcurría el mes de Agosto del año 2007 en Tenerife. Hacía mucho calor y el aire era pesado y pegajoso, como en cualquier día de verano húmedo.
Después de una dura y larga jornada de trabajo, me apeteció estar con los amigos de siempre charlando en un bar al que siempre acudíamos de manera espontánea. No hacía falta quedar, ya que siempre, salvo excepciones, había alguno con quién encontrarse en el lugar.
Allí estaba Nico. Un hombre joven de no más de treinta años, con su apariencia de calma perpetua y la expresión en su cara de no tener prisa jamás. Delgado en extremo, muy alto, de manos huesudas y cabello lacio, tenía toda la apariencia de ser un aparecido. Sentí hambre.
Según lo que me contaba, se había despertado en mitad de lo que él creyó un desagradable sueño nocturno, bañado completamente en sudor frío. Sus dientes aún sonaban por el efecto del miedo y de apretarlos fuertemente para librarse de alguien que trataba de asfixiarle mientras dormía. Me explicó su terrible sensación de impotencia y de angustia ante tremenda experiencia con un fantasma, o espíritu maligno.
En un momento dado, decidí pararle en seco porque temía que le sucediese algo malo. Se agitaba muchísimo y respiraba costosamente, lo que indicaba que no era nada saludable su estado y que su corazón estaba demasiado acelerado. Pedí a quien atendía el local una bolsa vacía de plástico y la apliqué sobre su boca y nariz al mismo tiempo, para hacerle respirar su propio aliento durante dos minutos. Poco a poco se calmó y su respiración antes entrecortada se hizo normal. Ya no le dejé continuar con el relato de su desagradable historia.
Yo tenía mucho sueño y necesitaba dormir cuanto antes. Mis ojos casi se cerraban y ya no podía continuar despierto. Me fui a casa, me duché y quedé tendido sobre la cama sin darme tiempo a abrigarme siquiera, mientras pensaba en lo que Nico me había contado.
Han pasado tres años desde que mi estimado amigo Nico me contara aquella amarga vivencia. Y ahora, en una noche similar de verano calurosa y húmeda como aquella, he vuelto a revivir el recuerdo de su amargura en mi propio ser, pues tal y como le ocurrió a él en aquella ocasión, ha sucedido de nuevo, pero a mí ésta vez.
El día transcurrió con normalidad, sin nada fuera de lo corriente. Nada extraordinario ni especial que contar, aparte de que tuve un buen día, de esos en que todo sale bien y que uno se siente al cien por cien en todos los aspectos de la vida cotidiana y personal. Así son casi todos mis días y me siento afortunado por ello.
Al llegar la noche y después de una hora de relax en el bar acostumbrado, jugando una partida de dardos con los amigos de cada día, me fui a casa temprano, algo nada normal para mí. Me apetecía estar a mi aire y prepararme la cena a mi gusto, así que me duché, comí ligeramente, y me senté en el salón a ver la televisión un rato, hasta que me quedé semidormido. Ya cansado, me fui a mi habitación y me acosté boca arriba con la cabeza sobre la blanda almohada. Creo que no tardé casi nada de tiempo en quedarme dormido.
Una pesadilla asaltó mi sueño en la fase más profunda del mismo, o eso creí. Sudaba a mares mientras una terrible sensación de desesperación se adueñaba de mi calma, de mi mente y finalmente de todo mi ser. Luchaba contra algo o alguien muy fuerte sin ni siquiera poder abrir los ojos para saber de quién o de qué se trataba. Me costaba muchísimo respirar y hacía verdaderos esfuerzos para poder inhalar algo de aire, mientras cada vez con más fuerza, mi garganta se estrechaba hasta casi ahogarme por completo.
Dormido aún y soñando un sueño dentro de otro sueño, abrí los ojos y me vi a mi mismo acostado en el interior de un ataúd abierto que era bajado con cuerdas por cuatro personas, hasta el fondo de una fosa funeraria mientras sus ojos me miraban con indiferencia. Una indescriptible agonía se apoderó de todo mí ser. Intenté gritar con toda mi alma y mi voz no sonaba, pataleé tratando de salir de allí y no pude siquiera mover una pestaña. Sufrí tanto que no puedo describir algo así, no hallo las palabras para expresarlo. Sólo pude resignarme a ser enterrado vivo y a aceptar irremediablemente aquel fin espantoso.
Cuando el ataúd llegó al fondo de la fosa y retiraron las cuerdas, se asomaron a la tumba muchas personas de mi familia con lágrimas en los ojos. Algunos dejaron caer flores dentro en señal de despedida y otros, un puñado de la tierra que habían cavado para hacer la fosa en la que me encontraba. Lo peor de todo era sentir su dolor dentro de mi como propio. Era un dolor que me desgarraba desde dentro hacia fuera como garras de león furioso e insaciable, de destrozar carne humana. Como si un vertido ácido muy corrosivo me atravesase el estómago y los intestinos, hasta salir por mi vientre roto y por la boca convertida en simple mueca. Hermanos, tíos y tías, sobrinos y personas a las que no conocía de nada, posiblemente compañeros de estudios, de trabajo, o de la niñez que ya casi ni recuerdo. Todos lloraban desconsolados y hasta yo lloraba, desde la que creía ya mi última morada. Me había hecho a la idea y aceptado mi muerte como tal. No más lucha, no más sufrimiento innecesario.
Súbitamente desperté del sueño de la tumba y del sueño del ahogo al mismo tiempo. Tomé una gran bocanada de aire y cuando la vista volvió a mis ojos que permanecían abiertos, en la penumbra de mi habitación pude distinguir una figura oscura como la noche.
El extraño ser me miraba de frente y fijamente a la cara con dos ojos grandes y redondos, carentes de pupilas y párpados, negros como el ébano y fríos como el más frío hielo. Sentí su mirada penetrante y vidriosa clavada en lo más profundo de mi mente, en todo mi ser, que era manejado a su antojo como una marioneta de feria sólo con su pensamiento o intenciones, no lo se. Sentí también como si mi alma fuese literalmente empalada por su maldad, a la vez que el ser se regocijaba por mi sufrimiento e impotencia humana, como si gozara torturándome y sólo faltase en su cara una cínica sonrisa. Su rostro, su piel, todo el era oscuro y sin brillo alguno, a pesar de los reflejos de luz que entraban desde la calle a través de las ventanas a mi habitación. Una vez recuperé la consciencia a duras penas, volví a sentir sus atenazadoras manos sobre mi garganta que apretaban cada vez con más saña y fuerza, como para hacerme desvanecer nuevamente o algo peor si cabe. Extrañas sensaciones recorrían mi cuerpo y las ideas se agolpaban en mi mente una vez más como queriendo llevarme lejos de aquel fatídico momento, de aquel instante amargo, lejos del ser maligno que tenía mi vida en sus manos y cuyas intenciones, quizá eran peores que matar simplemente mi cuerpo.
De pronto y sin saber por qué, ni cómo, llevé mis manos a su cuello con mucho esfuerzo y apreté lo más fuerte que pude. Yo gritaba más por desesperación que por ganas de hacerlo, más por miedo que por rabia y más por temor que por valentía. Sentí que mi vida se escapaba entre las manos de aquel terrible y despiadado ser, que estaba convirtiendo mi existencia en el motivo de su diversión, en juguete de su falta de compasión y en el blanco de su inexplicable ira.
No tengo claro en qué momento desapareció o cuándo quedé sumido en la inconsciencia. Sólo se que desperté a la mañana siguiente como de un mal sueño, dolorido y muy cansado. Creí verdaderamente que había tenido una pesadilla terrible y sólo eso y así lo acepté, sin darle más vueltas ni más importancia a aquel turbio y extraño asunto.
Tomé una ducha con agua tibia que me sentó de maravilla y me despertó por completo. Creo sinceramente, que fue la ducha más deseada de toda mi vida. Me sentí bien y descansado del ajetreo nocturno. Cuando me acerqué al espejo para extender sobre mi cara la espuma de afeitar, cuál sería mi sorpresa, al ver unas enormes marcas moradas que rodeaban mi cuello por completo.
Nunca antes había contado ésta historia a nadie, porque creo que no me creerían. Ahora ya me da igual porque he escuchado algunas que son peores y ya se que no fue fruto de mi imaginación. ¿O tal vez sí…?
Castigador40.
Tenerife
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