Cuando cumplí 18 años mis amigos más íntimos me la regalaron. Era la tabla Ouija más bonita y moderna que había visto jamás. Cuadrada, de fondo blanco y con letras y signos en azul marino, me parecía preciosa. Ellos conocían ya de mi pasión por la vasografía porque muchos de ellos habían coparticipado en decenas de mis «sesiones espíritas».
Quienes me conocían bien sabían que desde siempre había sido «una niña un tanto peculiar». Digamos que parecida al nene protagonista de la película «El Sexto Sentido», pero en un grado menor. Aunque a veces…
A partir de los 14-15 años comencé a interesarme de forma teórica por todo aquello concerniente a la parapsicología y el esoterismo. Existía una clara dualidad dentro de mí: por un lado, mi mente racional me lanzaba hacia la investigación más técnica, objetiva y científica posible; por contra, mi mediúmnica alma me arrastraba hacia la experimentación más subjetiva de diversas mancias y de estados alterados de conciencia.
Allan Kardec se había convertido en mi autor de cabecera. Poco a poco me hice con todos sus libros y fui devorándolos, desde que «El Libro de los Espíritus» me cayó en la cabeza, desde una estantería de la única librería esotérica que existía, entonces, en S/C.

Creo que tenía 17 años cuando llevé a cabo mi primera sesión vasográfica. Con papeles recortados de una libreta del cole elaboramos las letras, números, palabras y signos varios. Le tomamos prestado a mi abuela el vaso plástico que traen los detergentes para lavadoras y junto con mi amiga Belén, me adentré en la práctica de lo que ya conocía tan bien.
Puede que fuesen centenares, si no miles, las sesiones que realicé en los siguientes cinco años. A lo largo de todas ellas sucedieron muchas cosas diferentes. Pero las mejores eran, sin duda alguna, las que realizaba con sólo una o dos personas más.
No importaba la hora. Tampoco la existencia de más personas ajenas a todo aquello: llegamos a hacer sesiones mientras teníamos que levantar los pies para que la señora que ayudaba en casa pasase la fregona. No eran necesarias ni la oscuridad nocturna, ni la intimidad de un cuarto aislado, ni la luz de una vela, ni nada de toda esa parafernalia tan cinematográfica y que, personalmente, me parece bastante patética.
No voy a ahondar demasiado en mis mejores vivencias porque son algo muy íntimo que sólo me importan a mí misma y a mis más allegados. Pero sí puedo contar que tuve una gran suerte.
Pese a que reconozco que existió en mí el típico enganche psicológico que me llevaba a abandonar estudios, salidas, lecturas y demás sanas costumbres para realizar sesiones una y otra vez, todo lo vivido en esos cinco años me sirvió para ser mejor, para madurar, para contactar con uno de mis supuestos guías espirituales (la misma entidad que cinco años después me hizo prometerle que le pediría a mi padre que rompiera la tabla y la tirase donde yo no supiese, abandonando así la práctica de la vasografía, puesto que según afirmaba dicha entidad «ya era una etapa pasada que no me valdría para continuar creciendo») y para superar una etapa de mi vida que, entonces, se me hacía muy cuesta arriba. Pero he de recordar que yo sabía donde me metía y lo que tenía entre manos.
La Ouija no es un juego. No es una broma. No es un parchís ni una oca. No. Hoy por hoy se desconoce la naturaleza de la causa que motiva el movimiento del vaso, punzón o arete. Algunos dicen que es la propia mente de los experimentadores quien provoca que se mueva. Otros achacan el movimiento a espíritus descarnados. ¿Tal vez el atávico inconsciente colectivo? Lo cierto es que no tenemos ni idea. Pero lo que sí tengo clarísimo es que la Ouija abre puertas y altera consciencias.
Además del ya nombrado enganche psicológico, está demostrado que en personas con latente esquizofrenia -por fortuna no es mi caso- la práctica de sesiones de Ouija puede provocar los primeros brotes esquizoides. Por otro lado, la casuística indica que muchas sesiones «no acaban bien». Incluso en mis sesiones más públicas, vivimos algún ataque de histeria de algunos testigos, así como fenomenología muy diversa, llegando el vaso usado entonces (casi siempre sucedían hechos así cuando usábamos vasos de cristal; con el tiempo investigué sobre las características moleculares del vidrio y del cristal y no pude dejar de sonreirme por lo llamativo de éstas) a deslizarse unos centímetros cuando nadie lo tocaba o a salir disparado en otra, cayendo casi de la mesa si no lo llego a agarrar a tiempo. Repito: NO ES UN JUEGO y por ello, desde estas mismas líneas desaconsejo de un modo rotundo su práctica, igual que desaconsejo ponerte a los mandos de un coche sin saber conducir.
Años después, la vida hizo que pudiese relacionarme con el introductor de la parapsicología en este país nuestro: Germán de Argumosa. Comentando todo esto con él, siempre llegaba a la misma conclusión: fui una suertuda tremenda.
Yo achaco mi suerte al hecho de haber estudiado a fondo la teoría alrededor de la OUija antes de enfrascarme en su práctica: hay que saber dónde se mete uno si quieren evitarse los riesgos posibles. Y te lo aseguro: a nivel psiquiátrico y psicológico la Ouija supone un peligro mayúsculo.
Hace casi 20 años que vendimos aquella casa, la casa en que crecí y donde se realizaron dichas sesiones. No pude despedirme de esa casa porque cuando se llevó a cabo la venta yo me hallaba viviendo en Madrid. Desde entonces, la han comprado varias familias distintas. Ninguna de ellas la ha habitado más de dos años seguidos. Desconozco las causas. Pero lo que sí sé es que cuando paso delante de sus ventanas, nos reconocemos y me susurra que entre a despedirme. Ojalá pueda hacerlo algún día. Es una casa muy, muy especial. Pero lo cierto es que ya lo era desde antes de mis sesiones de Ouija. Una casa con una gran vida propia.

Mariló (El Hada Verde)

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