¡Lo que os contaré es cierto! Comprendiendo, que hay demasiado que una no se atreve a escribir. Palabras, confeccionando confesiones. Voces, que en la psique a más gritos no callan, solo sollozan a la terquedad y bostezan al aburrimiento del existencialista que se cree su mentira al vivir. Hay tanto que silenciar y tanto que renombrar…

Con absoluta tranquilidad, con la suficiente cordura, sin temor contaré mi experiencia. No voy a avergonzarme. No voy a mencionarlo bajo el pseudónimo de otra. Y si alguien piensa que estoy loca, está en su derecho. (Nadie dispone de un remedio que mitigue la seguridad del que pierde la cabeza).

Con todo, el asunto me cambió para siempre. Hizo, que a partir de él escribiera compulsivamente…Escribiera y escriba siempre buscando lo mismo: lo extraordinario, la magia. Y quisiera y quiera afirmar la inmortalidad del alma, nuestra portentosa esencia, nuestra innegable y perdurable conexión con el cosmos.

Me resultará imposible describir del todo lo que llegué a percibir, lo extraordinario y grande del asunto. Me quedaré en la superficie del suceso, como quién quedara privado de alguno de sus sentidos, sin recordar el uso que les dio.
Cuando la muerte llega, lo hace sin avisar. Y son las defunciones de los más cercanos, ─cierto es─, que nos dejan confundidos. No lo aceptamos. Y entonces no tememos perdernos, si con ello volvemos a encontrarnos con ellos. Haríamos cualquier cosa para que volvieran a la vida, a nuestro lado. Nuestro cerebro los reinventa. Lo haríamos todo mejor. Ya no queremos ver pasar el tiempo sin ellos y si hace falta, también lo detenemos para ellos, incrédulos ante sus inminentes inexistencias. Entonces, fotografiamos los instantes pasados como si fueran únicos, inmutables, perfectos. Así es como también yo quise retener a mi padre, fallecido imprevistamente, de súbito. Se supo que no por azar, ni enfermedad, ni circunstancia alguna. Se supo pero no se confirmó. Ocurrió, transcurrió: alguien apresuró su partida de éste mundo. No entraré en detalles.

Una madrugada, meses después del entierro de mi progenitor padecí de insomnio. Con mis rizos cayendo sobre la almohada, vacilantes ante la luz, di vueltas y vueltas en la cama, quemando mis retinas con el recuerdo del rostro de mi padre al sol de una tarde cualquiera. Con la mirada perdida y la mente fija en el único lugar al que no pude acudir para rescatarlo, ingresé en un extraño estado hipnótico. No era la primera vez que me ocurría. Era el umbral mismo entre realidad y sueño, entre percepción e imaginación. Duermevela creo que lo llaman o “sueño ortodoxo”. Sientes que puedes sumergirte en la oscuridad que te rodea. Notas como tenues visiones se escapan por puertas diversas, notas y comprendes la realidad como algo ambiguo…Hay quién habla de viajes astrales llegando a ese “lugar”. Yo hablaré de un encuentro. Un encuentro que me marcó y marcará para siempre.

Sin salir de mi asombro, una corriente coloreada llenó con un soplo el aire de mi habitación. Una neblina inenarrable parecía envolverme, abrazarme torpemente, dándome un beso en el aire que no acertaba en mi mejilla. Luego se espesó y ante mí tenía a mi difunto padre. No tenía la misma edad con la que había muerto. Volvía a ser joven. Estaba vivo, hacía tres minutos. ¿Pero era por minutos su presencia? Todas las explicaciones sobraban, me quedé muda de la alegría. Conversamos, charlamos sin que el tiempo estuviera presente en aquel presente. En murmullos quietos me dictó las verdades del amor, su importancia, que todo lo era, cuando todo lo era, todo lo daba y nada le faltaba. Que el amor cuando pensaba en el más allá calculaba sin matemática precisa, agudizaba las sumas para restar asperezas con el dedo. Y que solo el cerebro vivo amaba con la certeza del músculo y justifica la relación invisible con sales sobre heridas que no cierran… Y dijo y dijo…Dijo que fuera de nuestro mundano control, había niños cogidos de la mano deseando contar los granos de arena en una playa.

…Que los muertos éramos los vivos, que la muerte no era más que la vida antes de haber vivido y el resto de cosas, cuentas de vieja. Habló de las clemencias que nos sobraban cuando fingíamos de reojo ser mejores. Me habló de cómo nos partíamos las rodillas contra la gravilla de la vida al patear nuestra alma contra la portería de nuestras lógicas matemáticas. Habló y habló agarrándome la mano, sintiendo la suya de carne y hueso en el hueco de la mía. Y habló de cómo los números se acaban, dejando surcos en el mundo que hemos conquistado con aires de grandeza, al igual que se acaban nuestros títulos de señores del mundo. Dijo, que el final de la historia no la marcarían nuestras huellas transitorias, sino los golpes de mar que las borran. Que ahora iba yo a comprender todo eso…Me habló, quieto, sin mover los labios, gimiendo suspiros demasiado vivaces para estar muerto, mientras me seguía tomando la mano como en un reflejo. Todo me lo dijo esa noche. Luego, “vino” dos veces más, durante las dos noches siguientes que curiosamente volví a “caer” en el mismo estado, alrededor de la misma hora. Tres veces le “vi” y las tres veces me cogió de la mano. Ahora alguien lo dirá: “¡Claudia, esto ha sido una alucinación! Tu padre está muerto. Tú lo quisiste traer de vuelta.” Y yo le diría que vale, que sería aceptable esa opinión, si no fuera por unos pequeños detalles que a mi padre no se le pasaron por alto y que han hecho que yo no dude de mis percepciones. Hubo un par de objetos que mi padre me señaló en sus charlas desde el más allá. Me dijo cómo encontrarlos. Y encontrando esos “objetos” de los que hablo, puede saber quién estuvo tras la causa mortal de mi padre. Una percepción. Un camino sin dirección. Pues no fue suficiente como prueba. También me señaló el anillo que ahora pende de mi cuello hasta el fin de mis días. Él lo había llevado en su mano en vida y ahora reposa siempre sobre mi pecho. Pude recuperarlo.

¿Me he inventado ésta experiencia? ¿Para qué mentirle a la muerte? Ahora, si, solo ahora entiendo qué vale un recuerdo cada día. He comprendido que ninguna realidad por real que parezca, es lo suficientemente sensata. Comprendo ahora, ─así lo quiso Papá─, que la muerte no es más que la reconsideración de un camino andado. Y que naturalmente, no es real. Sé que ésta experiencia mía ha sido un poco entre otras muchas (la gente no las cuenta). Pero mejor es este poco entre otras muchas nadas de la cotidianidad existencialista. Nunca he contado ésta experiencia mía públicamente; unos pocos la han escuchado de mi boca. No necesito dar explicaciones, ni si quiera a mí. Porque si necesito darme una razón por haber sabido creer, lo único que importaría es comprender que la fe lo hizo todo posible.
Pronto publicaré mi primera novela. Añadiría a todo esto, que escribo a raíz de ésta experiencia. Y que antes de ella, no sabía escribir del mismo modo….

¿Miedo a morir? ¿Para qué? Si hemos sabido soñar mientras vivíamos, no creo que sea demasiado difícil seguir soñando en un más allá. Lo afirmo: LA MUERTE NO EXISTE. Me lo hizo saber mi padre…¡Muerto! Al fin y al cabo, cada uno saborea la realidad como puede, persiste en ella como sabe. A mi estas líneas escritas, éste testimonio de lo insólito, solo me suponen unos minutos de mi estropajosa realidad diaria. ¿Para qué andarme con rodeos? Alguien dirá que soy valiente, alguien, como me temo, querrá rajarme.

¡El bisturí lo sostengo en mi mano!

Claudia Bürk

Barcelona

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