Solo sentí como sus manos apretaban mi cuello. Como si de un collar se tratara. No luché por escapar de sus manos. En ese momento deseaba la muerte. Antes de continuar, cerré los ojos y en una fracción de segundos me encontré en una sala muy grande, rodeada de gente. Era como una gran sala de espera, con una enorme cristalera. Y a través de ella veía un gran jardín de flores hermosas que te invitaban a estar con ellas.
Yo sentía que me ahogaba. Que me faltaba el aire. Había un señor que pronunciaba los nombres y uno a uno, cruzaban esa gran puerta de cristal. Y justo cuando pronunció mi nombre, sentí una mano apoyarse en mi hombro. Al girarme, vi a un vecino mío que me dijo: “Qué haces aquí. Tú no puedes pasar. No escuchas como te llama tu hija”.
En ese momento, en mis oídos retumbó: “¡¡Mamá, mamá!!”
Cerré los ojos y al volverlos ha abrir, ahí estaba mi hija llorando. Intentando reanimarme. Sus lágrimas mojaban mi cara.
Yo no he estado en ese pasillo, del que muchas veces escuché a la gente hablar, donde está la luz. Pero si se que he estado en más de una ocasión en esa sala. Y es la puerta a un nuevo mundo. Porque no todo acaba aquí. Como tampoco sabemos donde comienza.
Al día siguiente de estos hechos que relato, fui al funeral de mi vecino. Sin amigos nunca sabremos que nos espera detrás de ese jardín inmenso.
Rosa María Díaz, Gerona

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