Este relato, que inaugura esta sección, se me ocurrió en mi primera investigación con Clave 7, y algunas partes son ciertas. De hecho, El bastón existe y aún lo conservo.
Lo vi desde que entré en el trastero.
Algo me hizo dirigir la mirada a la percha de donde colgaba. Su acabado negro brillante resplandecía tenuemente con la luz de la habitación contigua, y su sombra en la pared parecía una larga serpiente. Mi mirada quedó atrapada en él unos segundos, hasta que el bullicio de los demás me sacó del trance.
Los compañeros del Grupo no paraban de alternar las bromas con el trabajo desde que habíamos llegado. Colocaban meticulosamente todo tipo de aparatos de medición, circuito cerrado de vídeo, visión nocturna, grabadoras de audio y demás dispositivos por todo el inmueble.
Todo quedaba monitorizado en un solo punto, desde donde podíamos ver y oír todo a la vez, quedando también grabado.
Este despligue tecnológico de dispositivos de última generación siempre me dejaba boquiabierto. Por muchas bromas que hiciesen, estaba claro que esto sí se lo tomaban muy en serio.
Buscaban registros y pruebas de lo imposible lo más cientificamente que podían. Y podían bastante.
Hacía tiempo que no les salía un caso de supuesta «casa encantada» como éste. La actual inquilina del inmueble les había llamado aterrada tres meses después de mudarse a la vivienda en cuestión,
Alegaba movimiento de objetos, zonas frías en la casa que cambiaban de lugar, y en ocasiones las luces se enciendían y apagaban solas.
Además, no paraba de sentir una presencia que, según nos contaba, la estemecía y la hacía sentirse vigilada a todas horas.
La alacena
Había insistido en que mirásemos a fondo en una especie de alacena donde se apilaban trastos viejos y enseres que ya estaban en la casa cuando se había mudado varios meses atrás.
Los había agrupado todos en ese trastero para hacer espacio en una habitación del fondo del pasillo, que acabó convirtiendo con cierto buen gusto en un funcional y acogedor despacho.
Quería que nos lleváramos todo, pero en especial insistió en el dichoso bastón.
Durante la entrevista, ella decía haberlo visto con sus propios ojos moverse sólo en la percha, y había tenido horribles sueños donde veía a un hombre mayor de pie frente a su cama blandiéndolo como si fuera a golpearle con él.
Mientras tanto, el testimonio era grabado en vídeo por un cámara experto y la testigo era entrevistada por un periodista que iba tomando notas en su cuaderno.
Se registraba el audio en 2 grabadoras con micros ultrasensibles por un experto en audio. Había alguien sacando fotografías de espectro completo, y la sensitiva del Grupo deambulaba entre nosotros con la mirada perdida.
El debate
Cada integrante del Grupo tenía un papel asignado. Así constituíamos un equipo multidisciplinar de expertos en varios ámbitos, cuyos registros y apreciaciones se exponian todas juntas al final de la investigación.
Las pruebas obtenidas se presentaban en un encarnizado debate donde se decían sin tapujos las distintas y a veces contradictorias opiniones que todos y cada uno de los miembros del grupo solían argumentar con total y sincero convencimiento sobre lo que realmente pensaban al respecto.
La insistencia que todos dedican a defender sus tesis u opiniones de lo que esta pasando en cada una de las investigaciones se basa siempre en argumentos contrastados y analizados.
Esto lo hacen todos los especialistas del grupo, aportando cada uno su visión de las cosas, llegando casi siempre a una conclusión consensuada.
Casi siempre.
El escéptico
Por mi parte, yo me tomaba esto con bastante ligereza, y me esforzaba en no esbozar una sonrisa irónica.
Recibía mofas a causa de mi escepticismo por los integrantes del este grupo de investigación paranormal, con el que llevaba un tiempo haciendo colaboraciones.
La verdad, tenía que acudir a sitios de lo más pintorescos en horas intempestivas cada vez que me llamaban. Una locura.
Pero me lo pasaba en grande cuestionándoles prácticamente todo. Lo que algunos compañeros consideraban pruebas, yo lo tildaba de simples casualidades, o le buscaba explicaciones cogidas con pinzas para desacreditarlos.
En todo grupo de investigación paranormal es necesaria la figura de un escéptico, con los pies en la tierra, para evitar que la sugestión o el exceso de credulidad contaminen las posibles pruebas.
Ése era mi papel esa noche, supongo.
De alguna forma me llamaba
Yo no había dicho nada a nadie, pero desde que ví el bastón, por alguna razón lo quise. La propietaria quería que lo tirásemos a la basura, con el resto de trastos viejos, pero yo puse la excusa de que tal vez encontraría alguien que lo necesitase, y acabó en el maletero de mi coche.
Al fin, acabó la investigación. Por la mañana, al llegar a casa exhausto tras la noche en vela, ni siquiera recordaba que había guardado ese maldito bastón en el coche, y tras una ducha caliente y algo de comer, caí en la cama sumido en un profundo sueño.
Empieza la locura
Desperté a las pocas horas agitado y sudoroso. No recordaba haber tenido nunca una pesadilla tan intensa, vívida y realista como la que acababa de tener.
En ella, un hombre mayor entraba en mi casa, iba hasta mi cuarto y caminaba hasta los pies de mi cama. Vestía una guayabera blanca y pantalones caquis. Su cabello canoso y pringado de brillantina lucía peinado hacia atrás.
Tenía gafas de montura metálica de color dorado y en la mano derecha agarraba firmemente un bastón. EL BASTÓN.
En sus ojos refulgía una mirada que me atravesaba, con una mezcla de hastío, frustración y rabia, y me señalaba con el bastón en la mano, como queriendo decirme algo, pero o no podía, o yo no lo entendía.
Yo estaba paralizado. Sentía una enorme presión en el pecho y frías gotas de sudor comenzaban a bajar por mi frente.
Tras unos segundos o minutos que me parecieron interminables, todo acabó, y yo quedé sentado en la cama, maltrecho y confundido, intentando hacerme a la idea de lo que acababa de vivir.
No sabía si fue o no fue real.
Esto me perturbó un tiempo, hasta el punto de no querer coger el bastón del coche. Cuando tenía que conducir no abría el maletero, y cuando llevaba cosas las ponía en los asientos de atrás como podía.
Así estuve un par de semanas, hasta que volví a tener la misma pesadilla, más vívida aún si cabe, en la que el anciano blandía el dichoso bastón y abría la boca para hablar, sin decir ni una palabra.
Quería que yo supiese algo, pero no sabía qué
Estos episodios, cada vez más frecuentes, estaban empezando a afectarme en serio. Andaba somnoliento todo el día, huraño y poco sociable con mi familia y mis compañeros de trabajo.
Llegó un momento que me tuve que decidir. Me iba a deshacer del condenado bastón de una vez por todas. En un principio quise donarlo, pero lo pensé mejor. No quería que nadie pasase por lo que yo había pasado.
Si lo tiraba a la basura, tal vez alguien lo viese y lo llevase a casa. Tampoco podía arriesgarme a eso. Decidí que lo mejor era destruirlo.
En manos del destino
Al salir del trabajo una tarde, fui a un viejo vertedero. Entré discretamente con el coche hasta la zona de residuos metálicos.
Me bajé, abrí el maletero y agarré el bastón con mi mano derecha con la intención de arrojarlo con todas mis fuerzas lo más lejos posible hacia una pila de hierros sobrantes de la construcción.
Pero al hacerlo se desprendió el mango del resto, quedándome con él en la mano. Entonces vi que había algo en su interior. Un papel amarillento sobresalía del interior hueco del mango.
La nota
Tras salir del asombro inicial, saqué con cuidado el papel que se hallaba enrollado en forma de tubo. Era un sobre, y en su interior había un pequeño plano y un papel con frases escritas a pluma con mano temblorosa.
Decían lo siguiente:
“A quien encuentre estas líneas le será concedido el privilegio de conseguir el valioso tesoro que se halla oculto en mi casa. Su malvada procedencia ha manchado mis manos con sangre de inocentes, y he sufrido los remordimientos de mis actos durante toda mi vida. Sólo espero que quien la providencia tenga a bien poner estas letras en sus manos, sepa dar buen uso de estas riquezas, un uso que yo, comido por la avaricia y el remordimiento, no supe dar. “
Santa Cruz de Tenerife, 25 de mayo de 1.941
La búsqueda
El plano era burdo en su factura, pero se veía claramente que se correspondía con la casa de donde el bastón había salido.
Donde había estado reposando durante décadas, esperando que yo lo descubriese.
Días más tarde, me presenté en la casa con la excusa de preguntar a la propietaria si los fenómenos habían cesado y cómo se encontraba ella. Se la veía radiante y muy contenta.
Me explicó cómo había cambiado a mejor el ambiente de su casa desde que habíamos estado allí. Se mostró agradecida, y no me puso pegas cuando le pedí que me dejase dar una última vuelta por la casa con mi medidor de campos electromagnéticos para corroborar la ausencia de anomalías y dar por limpia la casa de manera oficial.
Me dejó sin dudarlo, y como tenía que salir a hacer unos recados, llena de confianza me dijo que cerrase bien la puerta al salir y se fue, dejándome sólo en la casa. Nada más irse saqué rápidamente el plano de mi bolsillo y seguí las sencillas instrucciones, que me llevaron rápidamente a la alacena donde el bastón había estado colgado de un perchero atornillado a la pared.
El mapa del tesoro
El plano indicaba que el tesoro se hallaba en una oquedad que había en la pared tras el perchero. Saqué mi navaja suiza y desatornillé los oxidados tornillos, apareciendo un espacio tras él.
Había algo allí. Envuelta en un viejísimo trapo de arpillera, había una caja metálica de unos 20cm de largo por 15 de ancho y 10 de fondo. Pesaba bastante, y tuve que agarrarla con firmeza con las dos manos para dejarla en el suelo.
Volví a dejar todo como estaba y salí de allí lo más rápido que pude, lleno de impaciencia por llegar a casa y abrir la caja.
Maldita la hora.
Puse a toda prisa un mantel de hule sobre la mesa de mi cocina, y corrí a mi habitación a por el flexo de lectura de mi mesa de noche.
Todo preparado, la emoción y curiosidad me embriagaban. El corazón me galopaba en el pecho. Las manos me empezaban a temblar. Por mi mente pasaban a toda velocidad imágenes de enormes diamantes, esmeraldas, rubíes y monedas de oro.
¡Qué emocionante!
Todo se derrumbó al abrir la caja y ver su contenido. Al principio no supe lo que eran, pero poco a poco, al fijarme bien, la cruel e inexorable verdad se acabó formando en mi mente.
La caja se encontraba llena hasta el borde de dientes de oro, varios relojes de bolsillo y algunos anillos, todo de oro macizo.
En el fondo de la misma, una lista de nombres o apodos sin apellidos junto a fechas que al principio no entendía, pero que al hacerlo me llenaron de repugnancia y horror.
Los nombres correspondían a supuestos rojos, o comunistas, hombres y mujeres que habían desaparecido durante el alzamiento que llevó a la Guerra Civil Española de 1.936.
Una vez supe esto, no fue difícil imaginar lo que había pasado con estas personas y de qué manera acabaron sus pertenencias más intimas y valiosas en la maldita caja.
Tras superar el tremendo shock de ser consciente de todo (aún no lo he hecho por completo) no podía dejar de pensar en mi propio abuelo paterno, que fue secuestrado ante los ojos de mi abuela, encinta de mi padre, al poco de empezar la guerra civil española. Nunca más supimos de él.
Tal vez alguna de las piezas dentales de la caja… No podía dejar de pensar en eso.
Al día siguiente, dejé la caja en el cepillo de la iglesia de un barrio de los más humildes de Santa Cruz, con una nota para que se diese un uso caritativo al tesoro, extraido brutalmente de las bocas de personas cuyo único delito fue pensar diferente.
Tal vez su memoria, su energía residual, su inquietud y voluntad desde el más allá hicieron que se desvelara por fin esta parte oscura de la Historia.
Tal vez me convirtieron a mí (aún no se por qué y creo que nunca lo sabré) en la herramienta que encontrara y diera un buen uso al triste aunque valiosísimo tesoro, que durante muchas décadas yació escondido.
Fuente de remordimientos y cargas de conciencia para su poseedor durante toda su vida, hasta el punto de que al final de ella, dominado por la culpa y el miedo a la inminente muerte, urdió la estratagema de la nota en el bastón.
Sin mucha esperanza, en realidad, de que alguien de bien la encontrase, pues en sus últimos días no dejaban de rondarle, incluso en su lecho de muerte, posibles herederos y supuestos familiares, ávidos y babeantes tras el trozo del pastel en que se habia convertido el fruto de toda su vida.
Sin confiar en nadie, murió lleno de remordimientos, dejándolo todo en manos de la providencia y con la esperanza de que ese último acto de lucidez tras toda una vida de actos horribles y culpabilidad, fuese una especie de atenuante para su juicio final, y tal vez así acabase en una parte no demasiado ardiente del infierno.
FIN
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