El pasado 3 de abril tenía lugar un acontecimiento astronómico que solo ocurre una vez cada 8 años. La inconmensurable maquinaria del universo hacía que el más brillante de los planetas de nuestro sistema solar, el llamado Lucero del Alba, sincronizado su tránsito como un reloj se situaba justo por entre Las Pléyades. Dos enigmáticos habitantes celestes que unían sus brillos para ofrecernos un espectáculo hermoso donde los haya.
Enigmático Venus (Venus es el nombre romano de Afrodita, la diosa griega de la belleza), pues intriga a los científicos desde antaño por alguna de sus peculiares características. Su velocidad de rotación es posiblemente la más lenta de todos sus hermanos. Y es que, el segundo de los planetas por su distancia del Sol, gira tan despacio sobre sí mismo que un día venusiano dura 243 días terrestres. Pero lo hace en sentido inverso al del resto, de este a oeste. Este singular movimiento retrógrado ejerce llamativos efectos en su calendario. Si existiera un observador sito en su superficie vería que el Sol sale por el este, cruza el cielo y se pone por el oeste 59 días después. Al mismo tiempo un año en Venus no dura más de 225 días terrestres, 18 días menos de lo que dura una jornada ¿Qué clase de cataclismo pudo provocar este giro lento e invertido? 
Con un tamaño comparable al de la vecina Tierra, su extraordinario brillo lo provoca el reflejo del Astro Rey sobre su densa capa de nubes compuesta principalmente de gotitas de ácido sulfúrico distribuidas uniformemente sobre el planeta. Este denso manto provoca un terrible efecto invernadero que convierte su superficie en un infierno de temperaturas que rondan los 470 grados centígrados, suficientes como para fundir metales como el plomo. 
Enigmáticas Pléyades, pues es uno de los principales puntos a los que los astrónomos enfocan sus telescopios en busca de las claves de la formación de las estrellas. Llamadas con la aséptica nomenclatura de M45, se trata de un cúmulo estelar abierto cuya edad astronómica no va más allá de unos cientos de millones de años. Nuestra Tierra es más vieja que estas proto-estrellas. A simple vista, en una noche clara, pueden apreciarse al menos siete de los casi 600 objetos celestes que las conforman. A estas, que brillan sumergidas todavía en la nube de polvo interestelar que les dio vida, se las conoce como las “Siete Hermanas”. Taygeta, Pleione , Merope , Maia, Electra, Celaeno, Atlas y Alcyone, la más brillante de todas. 
Las Pléyades sólo pueden ser vistas desde el hemisferio norte, a un costado de la constelación de Tauro. Y es por esto que han sido observadas y mencionadas por gran parte de las grandes culturas de esta parte del planeta. A parte de figurar en los textos más antiguos de la humanidad, como el Mahábharata, La Iliada y La Odisea de Homero, en el Popol Vuh de los Mayas o en la misma Bíblia, eran consideradas como sagradas para las culturas precolombinas. 
Los Mayas basaron uno de sus calendarios, el Tzolkin, en el ciclo anual de Las Pléyades, ya que creían que de allí provenía su cultura. La aparición en el cielo de este cúmulo indicaba para el pueblo Inca el comienzo de su año agrícola, algo que ocurre en torno a los 15 días anteriores al solsticio de invierno. 

Los cazadores de estrellas

Algunos de nosotros, prestos a no achantarnos por las inclemencias del tiempo, nos aventuramos a subir lo más alto posible, a las cumbres de esta isla nuestra, para disfrutar de una velada contemplando el cosmos. Calculamos la hora de partida en torno a las 18:30 horas. Queríamos aprovechar la ocasión para disfrutar de uno esos tan bellos ocasos que nos regala la naturaleza. Además, sabíamos que tras el óbito, que se produciría sobre las 20:30 horas, Venus estaría visible en el firmamento hasta pasadas las 23:00 horas y que lo haría acompañado de otro luminoso astro, el gigante gaseoso Júpiter. 
Conducimos nuestros vehículos hasta el mirador de Chipeque, situado a unos 1.900 metros de altitud, en pleno Parque Nacional Cañadas del Teide. Sin embargo en la masa boscosa de la “corona forestal” nos esperaba una densa niebla que hizo totalmente impracticable apostar nuestro campamento allí. Así que, tras un breve cambio de trazado, decidimos seguir subiendo. La intención era clara, escapar de la niebla… hacia arriba. 
Cuando nuestros ojos consiguieron identificar la montaña de Izaña entre la espesura blanquecina que nos rodeaba, nuestras esperanzas empezaron a tambalear. Esta se encuentra por encima de los 2.300 metros y hasta allí parecía llegar la niebla. Pero seguimos adelante. 
Pasado “El Portillo” decidimos hacer una parada para revisar nuestro plan de acción, absolutamente improvisado por momentos. Pero al bajarnos allí de los vehículos, el cielo azul intenso se abrió sobre nuestras cabezas. Toda una bienvenida. Así que decidimos continuar solo un poco más, hasta encontrar un punto donde el este estuviera libre de obstáculos hasta el horizonte. Otra parada más adelante sirvió para que, uno de nosotros recordara cierto emplazamiento perfecto para nuestro propósito. 
Finalmente, nos colamos por un estrecho sendero pedregoso situado cerca del Centro de Visitantes, que da a una zona marcada para rutas de senderismo. Desde allí, tras las edificaciones del lugar, se abría una extensa llanura peinada por suaves ondulaciones del terreno, hasta la misma línea del horizonte. Solo la impertérrita efigie del Teide cubría el cielo más allá de los 3.718 metros, pero situado al sur lo justo, como para que la línea de la eclíptica se deslizara con suavidad por uno de sus costados. 

Asomados a la ventana del Cosmos 

Desde allí, aguantando una temperatura que rondaba los 0 grados, agitados por un viento no menos frio, contemplamos atónitos como el Sol daba paso a todo un rosario de luces que tintineaban en lo alto. Dibujaban figuras gigantescas que viajaban con inexorable lentitud por el cosmos. Además de aquellos que motivaron semejante aventura vespertina, frente a nosotros apareció de la nada Aldebarán, el “ojo” izquierdo de Tauro y miembro más brillante del cúmulo estelar abierto de las Híades. Una gigante roja que, de estar tan cerca como nuestro Sol, brillaría con una intensidad 425 veces mayor que la de este. 
También estaban allí Beltegeuse y Rigel, separadas por el cinturón de Orión. La primera, una gigante roja de mas de 500 millones de kilómetros de diámetro. Un gigante que podría estar a punto de colapsar. La segunda, una estrella blanco-azulada cuyo radio es 73 veces el radio de nuestra estrella. Rigel, tiene una compañera, Rigel B, pero su anfitriona es tan brillante que la eclipsa casi por completo. Junto a ellas, “La Espada de Orión”, la Nebulosa M42 o “Del Cangreso” por la forma que revela la masa gaseosa que la forma vista a través del infrarrojo. 
Le seguía su fiel compañero, Canis Mayoris. El sistema binario de Sírio constituye el segundo objetivo más brillante al que dirigir la vista. Al contemplarla se nos vienen a la mente aquellas pesquisas realizadas por el antropólogo Marcel Griol a mediados de los años 30 del pasado siglo sobre la sorprendente cosmogonía del pueblo sudanés de Los Dogones. A fin de cuentas es una de los sistemas estelares más cercanos a la Tierra. Sirio A es la más brillante. Su compañera principal, Sirio B, llamada “El Cachorro” es una enana blanca tan tenue que fue descubierta por casualidad. Pero ciertas irregularidades en la órbita del sistema Sirio formado por ambas estrellas ha hecho sospechar en la presencia de una tercera estrella, Sirio C, una presunta enana roja con un quinto de la masa del Sol, en una órbita elíptica de seis años alrededor de Sirio A. Este objeto aún no ha sido observado y su existencia real aún sigue siendo discutida ¿Proceden de allí Los Dioses? 
Pero teníamos más compañía aún, el espectáculo no terminaba ahí. Sobre nuestras cabezas ya rondaba La Luna, cercana a su plenitud, acompañada de cerca por el planeta rojo. Marte. El principal objetivo de la carrera espacial del siglo XXI. 

Un barco fantasma… en órbita. 

Y la noche guardaba más sorpresas. Embriagados por la belleza de este cielo nocturno, amenazado a veces por una nubosidad incipiente, y cuando ya nos habíamos familiarizado con el mapa estelar que teníamos delante, un brillo totalmente inusitado llamó poderosamente nuestra atención. Hacia el oeste, sobre la constelación de Tauro, un destello amarillo consiguió que perdiéramos la noción del frio que ya calaba nuestros huesos. Un brillo que duró unos segundos. Inmediatamente enfocamos los prismáticos hacia allí y pudimos seguirlo, ahora con menos fulgor, dirigiéndose hacia el sudeste. 
Rápidamente consultamos la posición de cualquier posible satélite artificial en un software especializado que llevábamos con nosotros, sin poder hallar concordancia alguna en la base de datos, según la hora apuntada por uno de nosotros, las 22:10 ¿Qué había sido aquello? 
Poco más pudimos aguantar en aquellas latitudes. El chocolate caliente ya se había acabado. Y a Venus le quedaba poco tiempo para ocultarse tras la curvatura de Gea, su única amiga en los circuitos celestes. Así pues, pusimos rumbo a altitudes más favorables, cada uno a su casa. Pero en el ánimo seguía presente aquella visión que nos había dejado perplejos. Y ninguno pudimos borrar de nuestros respectivos rostros aquella sonrisa nerviosa, fruto del entusiasmo vivo por lo desconocido. 
No fue hasta el día siguiente que caímos en la cuenta. Tras comprobar la hora expresa del reloj de aquel de nosotros que había apuntado la hora del momento del avistamiento, descubrimos que, entre esta y la marcada por el sistema del portátil donde consultamos el software astronómico, existía un desfase de unos 4 minutos. Una vez corregida esta falta de sincronización, realizamos una consulta para la hora correcta de la noche anterior. Y he aquí que el software, como cabía esperar, arroja un dato determinante. 
El Koronas Fotón fue un ambicioso proyecto de la Agencia Espacial Rusa. Un observatorio espacial de unos 1.900 kilogramos de peso, en cuyo interior viaja el telescopio infrarrojo de alta resolución Tesis. Además cuenta con un espectrómetro para fotones de rayos gamma; el RT2, un telescopio de fabricación india para la observación de rayos X; un espectrómetro para rayos X; un espectrómetro para el estudio de radiaciones; un detector de rayos cósmicos para protones, electrones y núcleos; un detector para rayos cósmicos, electrones y partículas alfa; un detector de rayos X; un detector de rayos ultravioletas. Fue lanzado el 30 de enero de 2009 y tenía como finalidad estudiar el actual y soberanamente activo ciclo solar. Apenas un mes después de su lanzamiento envió sus primeras imágenes, todo un éxito. 
Sin embargo, unos seis meses después, se pierde toda comunicación con él, hasta finales del 2009 en que la recuperan momentáneamente. Pero un fallo en sus baterías, que no consiguen regenerar la energía que sus enormes paneles solares absorben hace que, prácticamente un año después, se le de definitivamente por perdido. 
Ahora, esta mole cargada de instrumentos, vaga siguiendo su órbita geoestacionaria por pura inercia, girando sobre sí misma sin control, enviando a La Tierra de vez en cuando espectrales destellos, el reflejo en sus grandes paneles solares de la estrella que pretendía vigilar, a modo de mudas llamadas de socorro desde el más allá, cual barco fantasma a la deriva.
Texto y fotografía: Carlos Soriano

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