Las siguientes historias ocurrieron en México. Las dos primeras me pasaron a mí, cuando vivía en la Ciudad de México y la tercera es de mi abuela materna, en La Piedad, Michoacán, un estado del suroeste del país. Ambas éramos niñas cuando tuvimos estas experiencias.
Tendría 3 ó 4 años (entre 1974 y 1975) cuando tras horas de pesadillas me desperté sobresaltada en mitad de la noche. Delante de mí, justo en la puerta había algo que no sabía lo que era, pero me producía un gran escalofrío: era un ser humanoide sin brazos ni piernas (sólo con el tronco y la cabeza) que flotaba en el aire. En realidad sí tenía piernas (estas parecían estar “atadas” como las de las momias) pero parecía incorpóreo, hecho de una neblina blanca. Mi madre dormía profundamente a mi lado y no se percató de aquello. Tras unos minutos de observación, me tapé la cabeza, deseando que eso desapareciera… pero no fue así, permanecía ahí inmóvil. No tenía cara, ni tampoco emitía ningún sonido. Simplemente estaba allí. Creo que pasaron varias horas y no pegué ojo. De vez en cuando miraba para ver si se había ido, pero seguía la misma imagen inmutable. Nunca supe lo que fue, y nunca más me ha vuelto a pasar nada igual.

Pocos años más tarde, a la edad aproximada de 7 años (1978), jugaba en la calle con una amiga cuando de repente vimos a lo lejos un objeto que sobrevolaba relativamente bajo. Creímos que se trataba de una avioneta publicitaria de una conocida marca de coches que para promocionar su producto, usaba un rótulo luminoso sobre un medio platillo incrustado en el aparato, para crear la ilusión de que se trataba de un O.V.N.I. Le dije a mi amiga que subiéramos a nuestras respectivas terrazas para ver más de cerca la avioneta. Ella no apareció, quizá porque ya no la dejaron salir, pero yo estuve un rato a la espera de que el pequeño avión se acercara. Sin embargo, cuanto más cerca estaba de mí, menos se parecía a un avión, avioneta o cualquier otra cosa que hubiese visto en mi hasta entonces corta vida.
Conforme se iba acercando, me dí cuenta de que se trataba de un objeto discoidal, de unos 3 metros de diámetro por un metro aproximadamente. Tenía un color cobrizo y unas ventanas con rejillas en sus laterales. Pasó justo encima de mi cabeza y rozó literalmente los tendederos y un techo de lámina que había en la terraza. De hecho hizo tanto ruido al rozar el techo que me sorprendió que no llamase la atención a los vecinos. Se desplazaba en línea recta sin emitir sonido alguno, excepto el que provocó tras el rozamiento de éste con el techo. Seguí a aquél objeto hasta que lo perdí de vista. Me dio tiempo a verlo detenidamente. Rápidamente bajé a contarle a mi abuela lo ocurrido. Ella incrédula lógicamente ante tal historia, no me hizo demasiado caso. Aunque resultaba irónico, pues ella misma había vivido un hecho más sorprendente 40 años antes, (aproximadamente en 1936) a la misma edad que yo viví la segunda de estas historias.

Cuenta mi abuela que ya de pequeña ayudaba a su madre y a su abuela en el hotel donde ambas trabajaban: mientras una cocinaba, la otra limpiaba y ella se encargaba de cobrar propina a todos aquellos clientes que hiciesen uso del lavabo. Para ello llevaba siempre consigo una “charola”(bandeja). Un día, mientras esperaba cabizbaja a que alguien viniese para usar el baño, vio caer unas monedas a su charola. Cuando levantó la mirada para saludar al cliente, vio que éste no tenía cabeza… y cuando comenzó a observarlo más detenidamente vio que tampoco tenía manos…. ni pies. Era una túnica blanca, hecha con una tela “como de gasa”, que se dio la media vuelta y mientras flotaba en el aire paseándose por la estancia, iba dejando caer monedas en el suelo. (Era dinero de curso legal, monedas mexicanas de la época). Mi abuela se apresuró a echarse en el babero (delantal) que llevaba puesto el dinero y a seguir el rastro que “eso” iba dejando. El “ritual” de generosidad duró varios minutos, y aquello salió del edificio hasta aproximarse a las caballerizas anejas al hotel. En ese momento, su abuela la llamó y la pequeña emocionada fue a enseñarle a ésta y a la madre el pequeño tesoro que le habían obsequiado. Dada la época y el lugar, no era normal que un forastero regalase tanto dinero por el uso del lavabo. Así que cuando mi abuela contó toda su historia, ambas mujeres decidieron que aquello era cosa del demonio y que había que llevar el dinero al cura del pueblo. Así lo hicieron, y tras justificar su donativo con la historia, finalmente se quedaron con una mínima parte del “botín” que posteriormente usaron.

El pasado verano de 2009, estuve en México, y volví a preguntar a mi abuela por lo ocurrido aquél año. Ella siempre cuenta lo mismo y asegura que realmente lo vivió.

C.M.M.

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