Como en todos mis relatos, hay algo de verdad en éste. Realmente trabajé en El Aeropuerto en esa época y, en ocasiones, también de noche.

Los Rodeos, La Laguna, marzo de 1.993.

Tras haber finalizado el servicio militar, por fin había conseguido mi primer trabajo. Me había reclutado una empresa de Seguridad para hacer de vigilante nocturno y controlar la nave de mercancías del aeropuerto de Los Rodeos en el turno de noche, que es donde empiezan siempre los novatos.

Tras pasar por las oficinas de la empresa para recoger mi uniforme e instrucciones, acudí a mi primer turno ilusionado y algo nervioso. El turno de noche abarcaba desde las 10 hasta las 6 de la mañana.

Llegué poco antes de las 9.30. El amplio aparcamiento lucía algo tétrico, casi sin coches y mal iluminado. Varias de las pocas farolas que había estaban fundidas. Caminé raudo hasta la garita donde estaba mi compañero del turno de tarde, al que debía relevar. Un tipo flaco y con cara de ratón me esperaba ansioso. Las luces amarillas de las escasas farolas que aún funcionaban hacían que su cara se viese todavía más pálida y cetrina de lo que ya de por sí la tenía.

Me explicó mis tareas a toda prisa, que consistían básicamente en estar en la garita controlando los monitores de las cámaras de seguridad, y realizar rondas a pie por las instalaciones cada 2 horas.

Se le veía muy nervioso, casi al borde de la angustia. Le pregunté si le pasaba algo, y me dijo casi tartamudeando que no le gustaba estar ahí tras la puesta del sol.

Antes de llegar yo, él hacía el turno de noche, según me contó, y le habían pasado algunas cosas raras. Empezó a hablarme de figuras fantasmales y apariciones, callando de golpe cuando vió como en mis ojos y boca comenzaba a formarse una sonrisa de escepticismo e incredulidad.

La típica novatada que le hacen al nuevo para acongojarlo en su primera noche de solitario trabajo.

Pero la mueca de su cara, que parecía decir «ya verás», me llamó la atención, llegando incluso a inquietarme.

Sin mucho más preámbulo, se despidió deseándome suerte y cogiendo sus cosas se fue como alma que lleva el diablo. El eco de sus rápidos pasos, que resonaba mientras se alejaba por el aparcamiento, me hizo darme cuenta de pronto de lo sólo que me había quedado.

Este aeropuerto no tenía vuelos nocturnos, y justo durante las horas de mi turno de trabajo permanecía cerrado al público y prácticamente desierto. Solo estábamos los vigilantes. Había algunos en la terminal, otro en las instalaciones del personal de tierra, y yo en la nave de mercancías.

En 1.993, antes del atentado de las Torres Gemelas, la seguridad en los aeropuertos era menos severa que hoy día, de ahí el poco personal que tenía por las noches cuando estaba cerrado al público.

Medianoche.

Había llegado el momento de mi primera ronda. Pertrechado con una enorme linterna, un gran manojo de llaves y un pequeño manual de procedimientos, donde había un diminuto plano de las instalaciones, empecé a deambular por la ancha nave, pasando por unos puntos de control que había repartidos estratégicamente y que tenía obligación de ir pulsando al pasar, como prueba de presencia, quedando las rondas registradas. Así no podia saltármelas, y la empresa se aseguraba de que se hacían.

Las enormes luces del techo, dotadas de sensores, se iban encendiendo a mi paso con un sonido peculiar que hacia eco en los enormes techos de la nave, mezclándose a su vez con el eco de mis pisadas.

El lugar era mucho más grande de lo que me había imaginado.

Sólo algún viajero despistado pasaba la noche en las vacías salas de espera de la terminal...
Sólo algún viajero despistado pasaba la noche en las vacías salas de espera de la terminal…

Oficinas, almacenes de productos perecederos, zonas de estanterías y otras estancias iban quedando atrás, hasta quedar de nuevo a oscuras a medida que avanzaba mi ronda e iba pulsando en los puntos de control.

De pronto, al pasar por la pared del fondo, se activó un sensor y una enorme puerta articulada se abrió con un quejido mecánico, dándome un buen susto y dejándome frente a la enorme pista principal del aeropuerto. Una brisa helada se coló al interior de la nave.

Ésta se comunicaba directamente con las pistas de aterrizaje, y a través de esta gran puerta articulada que subía al detectar movimiento, las mercancías que se descargaban de los aviones llegaban a la nave en carritos conectados a modo de vagones, arrastrados por un operario en un cochecito eléctrico.

La niebla.

La pista lucía desierta, empezando a quedar tapada por una espesa niebla, la famosa niebla de Los Rodeos. Famosa por interrumpir el tráfico aéreo varias veces al año, y desviando muchos vuelos hacia el aeropuerto del sur de la isla.

la pista empieza a ser devorada por la niebla
la pista empieza a ser devorada por la niebla

Daba igual la época del año que fuera, era frecuente que se metiera niebla en este lugar.

Me di cuenta, mirando el manual, de que tenía que salir a la pista, ya que el siguiente punto de control estaba en unas cocheras anexas a ésta, donde descansaban y se recargaban las máquinas que manipulaban las mercancías y equipajes.

La temperatura en el exterior había bajado considerablemente. Levanté la solapa de mi chaqueta, pensando en traerme al siguiente turno una braga para el cuello, y tal vez hasta unos guantes.

Seguro un termo de hirviente café cargado.

Así iba, sumido en mis pensamientos, caminando por la estrecha acera de servicio que comunicaba la nave con las cocheras, cuando una ráfaga de viento helado me golpeó por un costado, atravesándome completamente. Giré mi cabeza hacia la pista, donde el viento hacía unos remolinos muy raros en la niebla, y entonces lo escuché.

Todavía hoy no sé describir con exactitud cómo sonaba. Era como un lamento, pero de varios tonos… No se, como el roce de grandes piezas metálicas, como el murmullo de muchas voces… Todo eso junto y nada de eso al mismo tiempo. Difícil de explicar, en cualquier caso.

Quedé petrificado al escucharlo, mientras veía con horror cómo la niebla iba tomando formas humanas a merced del viento, hasta que me pareció ver personas surgiendo de ella.

Fruncí las cejas, agudizando la mirada. Si, si, era gente.

¿Qué carámbanos hacían esas personas allí a esas horas?

Me fijé mejor. Había niños de la mano de sus madres, hombres y ancianos. Pero lo más extraño era su deambular, como sin rumbo. Parecían perdidos, aturdidos, como si no supiesen donde estaban ni a donde iban.

El sonido se hizo más y más fuerte hasta hacerse ensordecedor. Ahora se parecía a las turbinas de un avión grande, mezclado con gritos humanos. Pese al frío, finas gotas de sudor bajaban por mi pálida frente. Me acurruqué en el suelo haciéndome un ovillo y tapándome los oídos con todas mis fuerzas.

Los gritos se tornaban en escalofriantes alaridos, que se alargaban como con eco, por encima del atronador sonido de las turbinas.

Entonces lo olí.

Un fuerte olor a queroseno, mezclado con carne quemada, empalagoso, nauseabundo, hizo que me diesen arcadas, y solté la cena a medio digerir sobre el húmedo suelo, manchándome los pantalones.

Hice por incorporarme y volví a mirar hacia la pista, convencido de que esos fantasmas ya estarían muy cerca de mi, y de pronto, una ráfaga de viento comenzó a disipar la niebla. En unos segundos, todo acabó.

La niebla había desparecido, la pista estaba desierta, y solo se oia el viento.

Me temblaban las piernas, y a decir verdad, el resto del cuerpo. Terminé la ronda lo antes que pude, sin dejar de mirar por encima del hombro cada pocos segundos hacia la pista, e irguiéndome aterrado al escuchar el menor ruido.

Cuando por fin terminé, llegué a la seguridad de la garita casi corriendo. Estaba en shock. Aún sentía náuseas. Todavía olía el hedor que me había hecho vomitar antes, se me había quedado adherido a la pituitaria.

¿ Qué había sido todo aquello? ¿ Quienes eran todas esas personas ?

¿Qué era este olor?

Por desgracia, intuía la respuesta a esta última pregunta. Otro vahído recorrió mis entrañas y casi acabo decorando el interior de la garita con mis ácidos gástricos.

Mientras se me iba pasando me fijé en las paredes. Entre un almanaque lleno de anotaciones a bolígrafo de turnos y horarios, se diseminaban varios recortes de periódico amarillentos.

Me acerqué con la linterna. Los artículos recortados hablaban de un accidente.

El Accidente.

La mayor catástrofe de la historia de la aviación de pasajeros, en cuanto a número de víctimas.

Dos enormes Boeing 747 habían colisionado en la pista del Aeropuerto de los Rodeos en 1.977.

Más de quinientas víctimas. En la pista.

En «esta» pista.

Quité las chinchetas y cogí los recortes de prensa, leyéndolos con avidez.

Se había desviado un vuelo de Gran Canaria por un aviso de bomba, que en los 70 eran bastante frecuentes, a Los Rodeos.

Se metió una espesa niebla, hubo una confusión en la torre de control, se juntaron varias malas casualidades, y al final, un avión que despegaba chocó de frente con otro que aterrizaba, ambos repletos de pasajeros.

Volvieron a formarse finas gotas de sudor frio bajando por mi frente. Eso fue lo que vi, lo que escuché, lo que olí… pfff. Aún lo olía.

Con todo eso, se acercaba la hora de la segunda ronda, y mi ansiedad se acrecentaba a la vez que el minutero de mi reloj avanzaba.

Una ronda en tiempo récord. No pare de correr sino para pulsar en los puntos de control medio segundo y seguir corriendo hasta el siguiente. Llegué asfixiado a la garita con el corazón a punto de salírseme por la boca.

Me quedaban dos rondas más, que tambíen rozaron el Guiness de los records, y por fin cuando llegó mi relevo a las 6, junto con el primer turno de operarios de la nave, noté enseguida como el ambiente cambiaba y todo volvía a parecer tranquilo.

Cuando desperté en mi cama, fui directamente a hablar con mis padres, a proponerles la idea de volver a la Universidad a terminar mis estudios de Historia.

Ese mismo día fui a la oficina de la empresa con mi uniforme en una bolsa y una carta de renuncia en el bolsillo.

Nunca hablé de esto con nadie.

Todavía hoy no soporto las barbacoas y odio con todo mi ser los aeropuertos.

MPG

el audio con la narración del relato

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Martín Pérez
Radio oyente desde la infancia, y por ende muy imaginativo, este curioso buscador de la verdad es amante de la Historia, las leyendas y los mitos, sobre todo de Tenerife. Creador amateur de contenidos audiovisuales, ávido devorador de libros y documentales, escribe relatos fantásticos y de terror para calmar sus ansias de vivir de verdad lo que su a veces enfermiza imaginación transforma en palabras.

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