El equipo de Clave7, siempre atentos a cualquier evento cósmico, acudimos a nuestro lugar predilecto para ese tipo de ocasiones. El Mirador de Chipeque, situado a unos 1830 metros de altitud ofrece siempre una visión perfecta del perfil suroeste de nuestra isla (Tenerife, Canarias). Es también una gigantesca ventana al cosmos.
Un viajero de las estrellas llamado Swift-Tuttle deja tras de sí una estela de millones de kilómetros, compuesta por una infinidad de fragmentos de su helada superficie. Cada año, entre los días 10 y el 14 de octavo mes, nuestra nave espacial llamada Tierra se cruza con ella, atrayendo hacia sí esos trocitos de cometa que caen para ser irremediablemente fulminados por la densa atmósfera de nuestro mundo, con un vívido destello como su último lamento.
Perseo es su guia. San Lorenzo las consagra. Y la Superluna, la segunda de este verano, las bautiza. Esta última ha decidido acercarse un poco más a su eterna compañera, unos 50.000 kilómetros más cerca, bañando con su luz, regalo del Sol ya puesto, cada rincón de aquella esplanada donde nos encontrábamos. Unos pocos decidimos aventurarnos en la oscuridad para esperar su llegada. Contemplamos como, teñida de un naranja soñoliento, arrancaba su camino desde el Este. Y subió… y subió. Y entre los árboles se asomaba, misteriosa, dibujando sombras tenebrosas, que partían de nuestros pies cuando emprendimos el camino de vuelta.
Y de nuevo en la explanada, decidimos por fin reposar nuestras espaldas en el cálido suelo, fijando nuestras miradas al negro más puro. Negro salpicado de luminarias que titilan dibujando imágenes incomprensibles para el pagano. Y, de cuando en cuando, aquellos trazos luminosos provocaban la algarabía de los que allí estábamos. Gentes de diferentes lugares, de diferentes edades pero niños todos, que se sorprendían ante el paso efímero de aquellos trocitos de estrella que caían del cielo.
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